jueves, 5 de abril de 2012

Confesión al amanecer


¿Habéis conocido alguna vez la pureza en alguna persona?. Puedo decir que he sido afortunado a lo largo de estos años, por haber conocido como un humano puede ser más radiante que el sol. Más puro que el agua cristalina de una cueva neolítica y derrochar felicidad, en cada momento, sin preocuparse de que se pueda acabar. Ella, mi mujer, ha sido mi alma gemela, una nube blanca y esponjosa que ha sido arrastrada por el viento más digno. Hoy, doy gracias a esa corriente que me arrastró hacia ella. Todo sucedió una noche de verano. Acompañados de las estrellas, mis amigos y yo, viviéndo y disfrutando de los maravillosos momentos de la vida, conversábamos, discutíamos sobre lo que nos depararía el futuro, un futuro entonces tan lejano, y tan próximo ahora. Aún recuerdo cuándo mis padres, antes de salir de casa, me repetían una y otra vez que no llegase tarde. Que me lo pasara bien al lado de mis amigos y que disfrutara de ese día. Mi padre, despidiéndome desde el salón, con su ademán de despedida, y su ''ten cuidado'' más sincero. Y mi madre, ofreciéndome un beso tan profundo y cariñoso en mi mejilla, que su efecto, borracho de ternura, duraba hasta que de nuevo, me obsequiase con otro. El evento, fue programado mediante Facebook, una red social, ya arcaica, como el romatincismo, pero que tuvo varias décadas de resplandor. Aquel año, algo combulso, en el que se habían dado varios fallecimientos, como el de la gran Whitney Houston, y tantos resurgimientos de nuevas divas, como Adele, que ya descansa en su hogar londinense, rodeada de sus nietos, yo estaba emprendiendo un nuevo viaje, antes desconocido para mí, pero tan cercano como profundo. El viaje del amor.









Lo había visto muchas veces reflejado en caricias, muestras de afecto, en las películas, en los adultos, en mis padres. Pero era la hora de que mi parte del árbol de la vida, madurase. Y ese proceso comenzó cuando en la playa del Postiguet, tuve la oportunidad tan apreciada de conocerla a ella. ''Mi nombre es Rebecca'', me dijo. Nervioso e impaciente, me acerqué a ella, y luché contra la barrera que antes me hubiese impedido hacerlo. Sus ojos, color esmeralda, relucían como el flujo del mar, aparentemente inmóvil, a la luz de luna. Podía ver los prados vastos y glaucos de la Irlanda profunda. Aunque también los montes del norte, fríos pero cálidos en sentimiento, de mi España. Lo único que se me ocurrió decir, fue un simple ''hola'', seguido de mi nombre. Me hubiese gustado habérle dicho algo más, pero posiblemente, no hubiera ocurrido lo sucedido. Y en efecto. Mi simple, natural e inmediato saludo, recibió recompensa. Ella sonrió, y entonces se paralizó el tiempo. No sé si lo hice yo, pero quería que no se fuese demasiado rápido ese maravilloso momento. Tenía miedo de que se borrara de mi retina. Quería que quedase impregnado en mi mente, al igual que ese día. El día que enfrente del sonsoneo incesante de las olas rompiendo y desgastando su energía contra la costa, la luna radiante simulando una coqueta y sencilla sonrisa, y con la música, I Can't Help Falling In Love, de Elvis Presley, me enamoré por primera vez de alguien. Aquellas palabras de mis padres ''pásatelo bien hijo'' fueron escasas. Os puedo asegurar, que no solo me lo pasé bien, sino que fue el mejor día de mi vida.

A partir de entonces, todo pasó volando. Acabé la carrera, y pronto sería lo que he sido, catedrático en Hispánicas. Mi sueño de viajar a Nueva York, se cumplió, y afortunadamente, en muchas ocasiones, pues solía volver cada Navidad , para recibir el fin de año al son de Frank Sinatra y su New York, New York. Mi sobrina creció como la espuma, y se convirtió en una mujer hecha y derecha. Igual de hermosa e inteligente que su madre, a la cual, no he tenido la oportunidad de ver, desde hace un tiempo. Aunque, también hubo penas, como la despedida de mis padres, pues se dirigían hacia el prado místico, donde la senectud  se vuelve juventud, descansándo joven eternamente. Ellos fueron los que me enseñaron todo lo que sé. Me inculcaron como sembrar y recoger cosas buenas y de provecho, que me servirían a lo largo de la vida. Y no se equivocaron. En realidad, nunca lo hicieron. Todo lo que sus fauces derrochaban, eran consejos acertados y sabios. La idea de no tenerlos a mi lado fue dura y cruel. Nunca me había imaginado sin mis padres. Ellos fueron la fuente de la que beber, y con la que calmar mi sed de dudas. Su recuerdo siempre permanecería vivo e incandescente, imposible de fundirse con el paso del tiempo. Aún así, todo fue más o menos ameno, gracias a mi mujer. Fueron unos años encantadores, acompañado en todo momento de Rebecca, quien me aconsejaba y apoyaba en todo lo que hacía. Entre nuestras tareas, juntos bordábamos nuestro camino en la vida. Un camino que se volvió triste, negro e innacesible. Ese día tormentoso se avecinó, y con él, un cancer de pecho.









Creí que nadie ni nada, podría nunca estropear nuestra felicidad. Aquel cancer quebró nuestro ejes. Lo primero que hice fue darle ánimos, trnaqulizarla y convencerla de que la tecnología actual no era como la de la primera década de este siglo XXI. Le estaba desmotrando que la tecnología había avanzado, y con ella, la medicina. Y en verdad, no le estaba mintiendo. Todo había avanzado como el paso del tiempo. Rápido y silencioso. Pero todo era efectivo cuando se cogía a tiempo. El cancer de Rebecca estaba ya muy avanzado, y su luz se acabaría apagando de un momento a otro.

Fueron dos años complicados, completos de revisiones, terapias... Pero ninguna dio resultado. Lo único que hacían, era ampliar el plazo de vida de mi mujer, un poco más. Me culpaba a mi mismo. Alomejor, si la hubiera llevado al médico, se lo hubieran diagnosticado a tiempo. Había visto en la televisión como, con tres días, se podía curar un cancer de este tipo. Pero no tan avanzado. La mirada de angustia y de dolor, cuando mi mujer se obserbava desnuda frente al espejo, me volvía enfermo y lleno de dolor. No podía verla sufrir.










El final de la lucha llegó y la enfermedad tuvo su triunfo. Rebecca me había dejado para siempre, llevándose una parte de mí al otro mundo.  Ella había sido mi todo y viveceversa. Éramos almas gemelas, enamoradas la una de la otra. Amantes y amigos. Fuimos inseparables, fusionados con el lazo más fuerte que jamás podía existir, bordado con el afecto, el respeto, la admiración y el cariño. Era yo como el girasol maduro, que sigue al sol incesantemente. No hay día ni noche, que no me acueste o me levante, recordándola... Repitiéndome a mi mismo, que ella fue mi primer y último amor.

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